Lo que sé sobre la desesperación, lo he aprendido tanto en mi modesta experiencia como ser humano, como por las lecciones que otros me han enseñado. Esta reflexión me surge mientras observo cómo, cuando la lluvia llega, los lugares comienzan a llenarse de gente: Los espacios antes vírgenes se vuelven intransitables y en el ambiente se genera lo que parece ser una masiva búsqueda de refugio: los autobuses se abarrotan, el tráfico aumenta y los espacios comunes ahora no parecen soportar a tantas personas que hace diez minutos tenían destinos diferentes.
Lo más llamativo, tal vez, son las filas en los supermercados o en los bancos. He notado que cuando la lluvia se hace presente, las filas se vuelven más largas y la desesperación por la espera más tediosa. No sé qué mecanismo utiliza la lluvia que provoca lo impulsivo en los seres humanos para formar fila y enfrentarlos en su propia impaciencia.
Aún más curioso es cómo aquellos que estamos en esa fila empezamos a observar a quienes ya tienen su turno, los que están en la caja: Hay todo tipo de personas, desde familias que llenan carritos con artículos que uno considera innecesarios hasta aquellos que parecen tener cierto placer por tardarse todo lo que puedan con la firme intención de agrandar su ego y decir: «Es mi turno, he llegado a la caja y es mi momento de gloria y lo disfrutaré».
Cuando uno está en la fila empieza a pensar en cómo el sujeto que ahora se tarda pagando en la caja puede hacer o debería hacer su vida más simple. Lo critica, lo reprende en su interior y lo insulta en su silencio. Cuando la fila no avanza, la desesperación llega al límite de lo moralmente aceptable. Solo hace falta que alguien pronuncie un «¡ash!» o construya una onomatopeya entendible para que contagie a los demás y lo convierta en un coro de frustración.
Una vez que la fila está infectada por la desesperación, la conducta se vuelve masiva, adopta una filosofía y una forma de actuar en común que tiene como objetivo que el sujeto de turno termine de ser algo parecido a lo insoportable. Es importante mencionar que el principio de esta psicología masiva tal vez sea el temor al tiempo.
Creo que para muchos hacer fila es sinónimo de desaprovechar las bondades de la existencia. Este estancamiento crea la vaga ilusión de que la vida se detiene y que el acto de hacer fila es más bien un castigo que otros han impuesto injustamente por no saber hacer las cosas.
Me es propicio decir que estar en una fila puede ser el momento adecuado que la vida nos ofrece no para perder el tiempo, sino para aprovecharlo. A través de mis estudios en la meditación, llego a la conclusión: «Estoy en una fila, en este momento no tengo nada que hacer y no tengo ningún lugar al que ir». Pienso en los demás: ¿No es este el tiempo que en incontables ocasiones le han pedido a Dios? ¿No es este el tiempo extra para cultivar la paciencia que Dios nos regala?
¿Tiene NIT para su factura?», me indica la mujer que está al otro lado de la caja cuando el turno me pertenece.
Aprovecho a decir que sí, mientras guardo los artículos de mi compra para apresurar el tiempo que los demás creen no tener.
Pago y olvido, hasta la próxima vez, ese momento de modesta gloria que es no tener nada que hacer y no tener a ningún lugar al que ir.
Mientras avanzo fuera de la caja, me da la ligera excitación de voltear a ver cómo se la están pasando los que aún siguen en la fila, pero rechazo la idea y solo me pongo a pensar que tuve tanto tiempo libre y ahora me es pertinente, y de conocimiento, estudiar la misteriosa y estética forma en la que Dios actúa.
Salgo del lugar, ha dejado de llover por un tiempo y estoy listo para enfrentarme a la siguiente aventura de mi vida.