En alguna ocasión, alguien me compartió la idea de que el lenguaje es un hecho social: lo hacen los hablantes.
Tenía razón. El lenguaje es construido por el ser humano a través, primero, de sus necesidades de comunicar y, segundo, a través de los recursos con los que dispone en el espacio y en el momento en donde ejecuta el papel de emisor. Encuentra un canal y, como un intrépido buscador de fortunas, busca llegar al receptor.
El problema, verdaderamente, radica en los límites que encontramos al momento de construir la idea que queremos expresar. Es un reto que nuestras palabras reflejen lo que nuestro pensamiento tiene dentro de su torbellino y de lo que surge con efervescencia dentro de nuestras emociones.
Somos tan limitados y tan poco educados en lo que queremos expresar que a veces no sabemos mencionar las cosas por su nombre. Se me viene a la mente estas oraciones de Gabriel García Márquez:
“El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”.
Es, a mi parecer, un fenómeno que a todos nos pasa y que se puede ejemplificar así: “Quiero decirte algo, pero no sé cómo”.
Mario Vargas Llosa, al recibir el Premio Nobel en 2010, lo ilustraba:
«No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos?».
Su respuesta es una clarividencia que toma la verdad: Los maestros.
Por decir los maestros, se refería a la lectura de las novelas de los grandes literatos que leyó cuando era un aprendiz de escritor y que aún sigue leyendo.
La lectura es el más grande instrumento para la reflexión sobre las palabras: el análisis de la estructura literaria. Además, a través de ella nos sumergimos al viaje de un escritor enfrentado el mundo que solo él es capaz de crear.
Cuando leemos, a diferencia del cine y de la música (cada uno tiene su propia dimensión y finalidad), somos capaces de hacer pausas para disfrutar del lenguaje, imaginarnos otros rumbos posibles a los que aparecen en los textos, pausar para digerir, y mejor aún, fantasear con poder alguna vez ser tan elocuentes al momento de comunicar.
Cualquier llamado a la lectura, considero, debe resonar con pasión en quienes se dedican, sea la forma que sea, a la comunicación. Antes de informar, entretener, educar o inspirar, el comunicador debe ser amante del lenguaje para poder comunicar con placer. Y eso, solo se logra mediante el conocimiento, a través de la educación continua.
En verdad, el lenguaje es un hecho social: lo hacen los hablantes. Aspiremos a ser hábiles artesanos de las palabras, construyendo a través de nuestra lectura comprensión y placer.
La comunicación eficaz es un tesoro en un mundo lleno de información. Y para descubrir ese tesoro, tenemos nuestra brújula: la lectura.
Sobre subrayar los libros, escribiré en otro momento.
José J. Guzmán (Quetzaltenango, 1993). Licenciado en Comunicación Social y estudiante de la licenciatura de Psicología. Más de 10 años de experiencia en medios de comunicación. Tiene un libro de poemas publicados: “La Escena Absoluta” (2012).