¿Qué está haciendo con su vida? ¿La está invirtiendo en algo que valga la pena? Estas preguntas son importante hacérselas, en el contexto del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos. Cuando uno sale de su casa hacia el trabajo o a cualquier otro lado, hay algunas cosas que puede evitar, por ejemplo: si sé que por alguna calle es peligroso o que asaltan, puedo evitar pasar por ahí; puedo evitar hacer cosas que no me convienen con otras personas; pero hay “algo” ante lo cual no se puede hacer nada: la muerte.
La muerte es una realidad por la que los vivos tenemos que pasar en algún momento de la vida. Cuando llega la hora, llega; es inevitable. Esta realidad no se puede vitar, así se tenga todo el dinero del mundo. Durante estos días hemos estado en contacto (no todos creo yo) con ese lugar en donde descansan los restos de nuestros seres queridos, es decir, los cementerios. Y hablar de cementerios es hablar de esta realidad finita que tarde o temprano nos visitará.
¿Le tiene miedo a la muerte? ¿Qué piensa acerca de la muerte? Como cristianos sabemos que “la muerte” es lo mejor que le puede pasar a uno, porque para eso vivimos: para morir. Por eso afirmaba Platón: “vivir es prepararse para morir”. La vida se nos da para que nos preparemos para ese momento final de nuestra existencia física en el que se nos examinará sobre el amor: “al atardecer de la vida te examinarán en el amor”, (San Juan de la Cruz).
La muerte provoca lágrimas y tristeza; esto es muy normal. Duele perder a nuestros seres queridos. Durante estos días que vamos a estar recordando a nuestros hermanos y hermanas difuntos, pidamos por su eterno descanso, para que Dios los tenga gozando en su gloria. Pero sobre todo, pidamos al dueño de la vida, que nos conceda la gracia de aprovechar el don de la vida para hacer el bien, para disfrutar en las buenas y en las malas, para ser personas plenas y autorrealizadas. Porque para eso hemos nacido, para ser plenos y felices.
Como dice Montaigne, no morimos porque estemos viejos o enfermos, sino porque estamos vivos. Ese es el sentido de la vida: morir. La muerte no debe ser una realidad que provoque miedo o temor en nosotros, pues si “vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos para el Señor morimos” (Rm 14, 8-10). Lo que tenemos que hacer es vivir cada día como si fuera el primero, el único y el último. Porque en el momento menos pensado la muerte nos sorprenderá, y entonces daremos ese paso hacia el más allá. Ese “mas allá” ¿cómo es? No se sabe. Lo único que les puedo decir es que el cielo sí existe, que la vida eterna sí existe, y que es lo mejor que nos puede pasar.
Aprovechemos nuestro estancia por este mundo para sumar puntos para la vida eterna. Lo más importante es vivir bien, vivir una vida buena, vivir para servir. El mejor legado que podemos dejar en este mundo es el hecho de haber vivido para servir y amar. Para quienes somos cristianos, el vivir una vida con valores y virtudes nos hace santos. La santidad se gana día a día.
El sentido de la vida es la muerte; el sentido de la muerte es la vida eterna. El sentimiento de tristeza en estos días está a flor de piel. Convierta esta tristeza en una oportunidad para agradecerle a Dios la vida de quien ya no está con nosotros. Las lágrimas que derramemos por nuestros seres difuntos son una manera de decirles: su memoria está viva entre nosotros. La tristeza sentida es fuente para disfrutar a los vivos, para gozar con esas personas con quienes algunas veces nos enojamos, pero que sabemos son significativas en nuestra existencia.
Dios es el motor principal de mi vida, me gustan los retos. Soy amigo de la verdad y enemigo de la hipocresía.