Un año escolar se termina, al culminarlo la disyuntiva de que si se aprueba o reprueba, que si gana, que si recupera, lo importante al final para muchos es pasar al nivel superior y que valga la pena tanta inversión; tan dolorosa realidad, cuando el proceso educativo es y será un proceso constante, que no tiene lugar solo en el salón. Es que olvidamos que educamos de manera integral y para la vida.
El uso de la tecnología, empleo de herramientas y plataformas digitales se convirtió en el mayor reto y en el pan de cada día; recargas de datos, adquisición de contratos por servicios de internet; la casa ahora era la escuela, la sala y el comedor convertidos en el salón, la mamá, la abuela y la mascota los integrantes nuevos del salón, todos con diversa opinión.
Los maestros con la eterna pregunta, ¿me escuchan? ¿me ven? … cual almas en pena haciéndose ver, la vista cansada del laborioso y cuidadoso trabajo de calificar y bajar múltiples archivos.
Al regresar a la nueva normalidad , sentimos la dulce cura de un gesto cálido emitido por un maestro, la sonrisa escondida y el murmullo de felicidad de los estudiantes en los pasillos, la incertidumbre y temor de algún padre y el eterno agradecimiento que estamos vivos.
Con todo lo vivido se empecina en mi cabeza este pensamiento “La escuela debería de ser la fábrica de sueños” la aventura más bonita de la vida y no el riguroso castigo y el más temido.