El don de la prudencia

Quiero creer que no se nace con el don de la prudencia. En cambio, hay que buscarlo todos los días, al darnos cuenta de que en un nuevo amanecer hemos vuelto a abrir los ojos. Será la misma vida, con sus generosas lecciones y desafíos, la que nos entregue ese don.

Solo habrá un consejo: estar predispuestos a aceptar esa lección y ese desafío.

Esas lecciones y desafíos pueden carecer de forma y dirección. No sabremos por dónde empezar y, en ocasiones, encontraremos muy lejana o revuelta su conclusión. Pero siempre tendremos una poderosa herramienta de nuestro lado: la capacidad de elegir con qué actitud enfrentamos las circunstancias.

Para ejercitar nuestra actitud, siempre podemos cambiar nuestro lenguaje interno y nuestra percepción de las cosas. En lugar de preguntarnos «¿por qué me está pasando esto a mí?», podemos ser más reflexivos y cuestionarnos «¿qué me está enseñando esta situación?», o si queremos ser más constructivos: «¿qué estoy aprendiendo de esto?».

En nuestro viaje llegará el momento en que aceptemos que hay cosas que no están bajo nuestro control, pero bajo nuestro control sí está nuestra respuesta e interpretación de lo que nos acontece. Este principio, adoptado y amado por los antiguos estoicos, sigue siendo abrazado por los terapeutas cognitivo-conductuales entre esta gran verdad: «Todo depende del cristal con el que miras».

Ser prudente es mantener el corazón sosegado en el presente, aceptando que la vida venga con sus imprevistos. Estar tranquilo cuando las cosas siguen su curso natural y, una vez, al salir victoriosos internamente, no volver a ser el hombre o mujer que éramos antes.

Deseo ir con prudencia. Que, si me vuelvo un poco más viejo buscándola, eso ya ha dejado de importarme. Cada vez que soy un poco más prudente, la vida me recompensa con otro poco de humilde entendimiento.

Y el entendimiento parece ser un buen inicio para buscar la sabiduría.