Caminábamos en silencio entre dos puntos de la ciudad. Tan alejados del presente, que las calles y vitrinas memorizadas mientras nuestras manos se entrelazaron en el pasado nos parecían ahora extrañas. Murmuré, consciente de la distancia que ya habíamos recorrido: «Pobre, ya ha de estar muy cansada».
Quizá lo que aún nos unía esa noche de marzo era la seguridad de que aquel era el último recorrido juntos. Nos dirigíamos al lugar donde, luego de 20 años de casados, nos despediríamos. Un adiós eterno después de haber sobrevivido a incontables noches entre el espejismo de lo que una vez fue el amor.
Mientras avanzábamos por las calles que una vez hicimos nuestras, recordaba su juventud, los sueños de los que era el primer testigo y que me contaba ilusionada mientras iba y venía inquieta, apasionada, por la habitación. Su sonrisa elástica, capaz de derretir el corazón más indiferente, se mezclaba con los recuerdos de las insólitas primaveras en las que me permitía amarla y sentirme amado.
¿La seguía queriendo, a pesar de que el rumbo que tomábamos era el de nuestra separación? Desde luego que sí, querida, sabes que sí, pero tú ya no me amas.
En los primeros días de nuestra historia, teníamos tantas ilusiones y expectativas que las noches encontraban su límite, incapaces de contenerlas. Devorábamos las horas como si fueran dulces. Ella coqueta, e indefinible para los ojos, atravesaba las calles y las vidas con la autoridad de un huracán. Yo, por mi parte, aprovechaba para mostrar al mundo mi corazón enamorado, lleno de una vida que tan solo me podía pertenecer si la compartía con ella.
El día en que cambiamos para siempre fue domingo. Ocurrió a la hora del desayuno: yo me levanté más temprano y me dispuse a preparar el desayuno para los dos, lo que ella prefería los días de descanso: un omelette con queso y cebolla. Pero esa mañana las cajas de fósforos desaparecieron misteriosamente. Las busqué por toda la cocina, incluso en el delantal que manteníamos colgado detrás de la puerta; allí, entre sus bolsas, encontré un solitario calcetín que no me pertenecía, prueba de una infidelidad, y que ella escondió asustada al verse sorprendida por mi inesperada llegada a casa.
Decidí dejarle el fatal mensaje de nuestro final tirando el calcetín a la basura. Ella se daría cuenta, en algún momento de ese domingo, de que faltaba su secreto escondido apresuradamente en las bolsas del delantal.
Ella sabía que yo sabía y ella lo fingía. Por supuesto, el juego era para dos y comencé a desaparecer por las noches con tal de generar sospechas en ella, aunque, en verdad, caminaba solo por calles de la ciudad. Con el tiempo, efectivamente conocí a alguien.
Así transcurrieron nuestros últimos años, hasta que aquello que siempre hicimos indecible se volvió evidente.»Algo tenemos que hacer por los dos», le decía yo, y a veces ella me hacía la misma pregunta, pero nunca mencionamos el motivo de aquella efímera conversación.
Lo inexorable correspondía a que los días avanzaban y la soledad que compartimos reclamaba con más fuerza su espacio en nuestra vida: en la cama, en las comidas, en las reuniones con los familiares cercanos y lejanos y, aunque me duela expresarlo, en nuestras ya vagas conversaciones sobre lo mucho que nos apasionaba estar uno al lado del otro.
El camino había llegado a su final. Lo supe al ver el carro estacionado que la conduciría finalmente a otro mundo junto con el sujeto al que le faltaba un calcetín.
Le dije que siguiera el camino amarillo y que me dejara a mí decir entre los demás colores.
«Es hora de volver a casa», dije, y emprendí el camino. No tardé más de quince minutos en llegar al punto donde partimos y descubrí que ambos habíamos caminado demasiado lento durante años rumbo a lo inevitable. Pero incluso lo inevitable llega algún día; en nuestro caso, esa noche de marzo en la que, al fin, nos aventuramos a vivir de nuevo.
José J. Guzmán (Quetzaltenango, 1993). Licenciado en Comunicación Social y estudiante de la licenciatura de Psicología. Más de 10 años de experiencia en medios de comunicación. Tiene un libro de poemas publicados: “La Escena Absoluta” (2012).