Sabía que tenía que conducir a prisa, porque el cadáver comenzaría a descomponerse y a oler fétido. El trabajo era nuevo para él: trasladar a un muerto en su ataúd.
Su cliente se presentó como don Jacinto, y le dijo que la razón de su apresurada misión, pagada por adelantado con una enorme pepita de oro, era porque el fallecido no estaba embalsamado.
Concluyó que el cambio de clima de la fría Xelajú y el abrasante sol de San Sebastián, Retalhuleu, en el Occidente de Guatemala, no suponía para nada un viaje fúnebre. Era, en realidad, una carrera contra el inexorable paso del tiempo que no daría tregua a la putrefacción.
Matías, fletero y taxista, pensaba terminar el viaje en poco más de una hora, a falta de tráfico, porque era Día de Todos los Santos. Además, una lona improvisada en la palangana de su picop permitía esconder lo que llevaba y atrasar las consecuencias del sol. Todo ello, resguardado por su acompañante, el mismo don Jacinto, que sostenía la caja de madera con ambas manos para evitar resbalones en el camino.
—Unos familiares ya lo están esperando —dijo don Jacinto—. Su trabajo termina cuando entreguemos el ataúd.
Matías aceptó el trabajo, porque, de casualidad, él había nacido y vivido en San Sebastián hasta el día de su infancia en que se escapó del pueblo en un camión que transportaba caña de azúcar y viajó hasta Xelajú. Creyó que era bueno regresar para dar una vuelta. Además, la pepita de oro pagada le permitiría darse una tregua en la vida. Recordaba que la marcha del camión que transportaba caña de azúcar fue de subida, por lo tanto, ahora sería de bajada.
Pensó que, si evitaba frenar mucho, por lo menos hasta el túnel de Santa María de Jesús, en Zunil, (el punto de cambio de clima frío a caliente), el peso de su cruz sería menos y el oro que guardó en el bolsillo de su camisa pesaría más.
Evitó la precaución en curvas, ignoró letreros “Frene con motor” y se armó de valor ante los hoyos del asfalto. Sin embargo, al llegar a la orilla del túnel de Santa María de Jesús sintió el calor de las pastillas del sistema de frenado como si ocurriera en su alma y pensó en un accidente fatal en la oscuridad del conducto. Sin embargo, el picop misteriosamente se detuvo a la orilla del túnel.
Al pasarle el susto, descendió del picop y vio a don Jacinto durmiendo, lejano a la escena. Fue cuando trató de empujar, sin éxito, el vehículo a alguna sombra para que ni golpeara el sol ni el muerto produjera lixiviados.
Apareció la voz de don Jacinto espantando con la palma de la mano la hora del sueño:
—¿Y qué le pasó? —Preguntó entre sus últimos bostezos—. Ya está haciendo calor y le recuerdo que el cuerpo no está embalsamado.
Descompuesto en sus ánimos, Matías le explicó el misterio de su vehículo detenido cuando juraba que se le habían ido los frenos.
Entre los dos sí podían mover el picop. Con el esfuerzo de los pies lo guiaron por más de 30 kilómetros hasta llegar a San Sebastián durante el anochecer, ya cuando el hedor del cuerpo era insoportable.
Estaba un grupo reunido en un tanque público velando la llegada del ataúd. La sorpresa de Matías fue grande, cuando don Jacinto tomó la autoridad de la palabra:
—Permiso, señores, vengo a entregar un muerto —suspiró entre un luto consumado.
Matías observó que el grupo estaba conformado por sus familiares que el olvido se encargó de enterrar en él desde que salió del pueblo.
Para tratar de espantar el asombro, destapó sin permiso el ataúd y encontró su propio rostro deformado por el golpe del accidente de esa mañana en el túnel de Santa María de Jesús.
Al observar el panorama de su funeral, observó su picop destrozado por el impacto. Asustado, se metió la mano en la camisa del bolsillo y en lugar de encontrar la pepita de oro, encontró una de naftalina para espantar su olor a muerto asoleado.
Buscó con la mirada a Jacinto y, al no verlo, descubrió que el trabajo que había aceptado era por fin el último y que el cliente, la muerte, le había hecho el favor de regresarlo al pueblo del que, un día de su infancia, escapó en un camión que transportaba caña de azúcar.
José J. Guzmán (Quetzaltenango, 1993). Licenciado en Comunicación Social y estudiante de la licenciatura de Psicología. Más de 10 años de experiencia en medios de comunicación. Tiene un libro de poemas publicados: “La Escena Absoluta” (2012).