Imagina llegar a la cima de la montaña y no poder ver el espléndido paisaje que imaginaste ver, suele suceder. Muchos kilómetros de distancia habían quedado atrás, el reloj confirmaba el tiempo ya transcurrido y el cuerpo experimentaba ya el cansancio producto del desgaste, trabajo y esfuerzo. Por fin, esa sensación maravillosa que agita el alma y despabila el espíritu; la algarabía, los abrazos, los gestos y palabras de aquellos que me antecedieron a tan grande osadía, me despiertan y confirman, ¡no se trata de un sueño estoy en la cima!
Las repetidas expresiones del ¡sí se pudo! Se convierten en la nominación máxima del momento. Respiro y tomo mi tiempo para apreciar la magnificencia del lugar, mi sorpresa es solo encontrar un sutil manto blanco aterciopelado que me trae a la calma, al sosiego, al silencio.
De repente escucho decir al guía, el lago se ve radiante desde este punto, a no ser porque el volcán hoy nos regala una vista cerrada, es en ese instante cuando surge mi reflexión, que yo no pueda ver el lago en este momento no significa que no está ahí, es solo un espacio del tiempo.
No porque no veas a Dios en el trayecto que estás recorriendo justo ahora y en este momento, significa que él no esté presente, que él este ausente, recuerda que no siempre verás el horizonte como lo esperabas, no porque no veas la raíz de una planta significa que no florecerá.
Solo recuerda que en cada evento de nuestro paso, siempre habrá una enseñanza, siempre manifiesta la esperanza, pero sobre todo la certeza de su promesa, que aunque ya no esté con nosotros, está el CONSOLADOR, el Espíritu Santo que estará con nosotros siempre.
¡Él no está muerto, Él vive!