Cuando llegué a mi casa al saber que luego de sus incontables noches de dolor, delirios por medicamentos y cáncer, mi madre, por fin y sutilmente, había fallecido, encontré a mi padre envolviendo en papel periódico las imágenes del Nacimiento de Navidad que apenas hace unos días habíamos hecho en muchas tardes de dedicación.
Su razón apresurada de deshacer ese peculiar e inolvidable Nacimiento era para hacer espacio en la sala para colocar el ataúd. Eran principios de enero.
Pese al dolor que observé que le recorría, nunca abandonó el pragmatismo para guardar su misterio con la meticulosa paciencia que propone el papel periódico para congelar lo más delicado a salvo hasta el próximo año.
Para ese entonces, mi padre ya disfrutaba de la sabiduría que Dios le había entregado personalmente hace tiempo y se dolía de la enfermedad con la que Él le puso a prueba en sus últimos días.
Lloramos por un momento y nos abrazamos: “Está muerta”, me dijo, “si querés andá con ella, aún se siente su calor”.
Antes de esa escena, obedecí las palabras de mi padre: “Cuando sintás que alguno de los dos va a morir, enrollá una camisa en la mano y cuando llegue la noticia o el momento la introducirás en la boca y gritarás todo lo que podrás, eso te va a aliviar».
Así lo hice. Cuando recibí la llamada de mi hermana, grité tanto, que de no ser por un trapo en mi boca, el grito no hubiera sido tan profundo que aún quisiera seguir saliendo y escapando de todas las noches y los días que he vivido desde entonces.
Ya en mi casa, sentí que algo para siempre jamás iba a regresar y era mi madre. Entré al lugar de su lecho de muerte y lloré. Encontré a otras personas que me aconsejaron: “No llores tan fuerte, que el oído es lo último que muere”.
Recuerdo que mi madre, una tarde, luego de tanto yo llorar por no querer hacer la tarea, me tomó la mano y con su paciencia, me condujo con sus dedos cansados de trabajar a escribir la letra E mayúscula en mi cuaderno. Ella poco sabía de escribir y ahora a mis 30 años considero que aquel acto fue un gran esfuerzo para enseñarme el oficio de impregnar historias.
Pienso en la fotografía que encontré hoy luego de desocupar, finalmente, la oficina de mi padre que también descansa: se trata de mi Bautizo. La encontré empolvada, añejada por el tiempo y solo puedo llegar a la conclusión de que una vez aprendí de las manos de mi madre, tomando mi mano, el acto de amor de enseñarme a escribir la E mayúscula y que aquel fue el principio de un viaje que aún no ha terminado.
José J. Guzmán (Quetzaltenango, 1993). Licenciado en Comunicación Social y estudiante de la licenciatura de Psicología. Más de 10 años de experiencia en medios de comunicación. Tiene un libro de poemas publicados: “La Escena Absoluta” (2012).