Las palabras: una delicada formulación de la conciencia. Nacen de nosotros como un hábito, una pasión o una misión. Tratar de tejerlas corresponde, al igual que el de sembrador, a uno de los oficios más pacientes.
A través de ellas, buscamos acercarnos a lo indómito que es la conciencia humana, con sus emociones, exacerbaciones y naturaleza.
Las palabras proyectan también el inconsciente. Tratan de comprender lo que somos y buscan definir para los demás las formas con las que observamos el mundo.
Son un reto, porque nos sumergen en un viaje: tratar de usarlas para contar lo que sentimos y pensamos es la ruta más natural para expulsar lo que somos al mundo, pero también la más larga y la que debe ser ejecutada con más maestría.
Si siguen personas escribiendo, con su don de la persistencia, quizás sea porque van en búsqueda de lograr la autenticidad de lo que sienten, tomando el recurso de la palabra como el más intrigante de los métodos.
Amo las palabras porque cuentan las historias con su magnánima función de la sublimidad.
Sin embargo, no son la única forma y a veces, aunque cueste aceptarlo, se convierten en un instrumento limitado.
Y viene a mi mente un capítulo de «Contigo en la distancia» de Carla Guelfenbein: Dos personajes, que al ver marchitarse sus palabras, solo estuvieron unos instantes así…
Así… hasta que el contacto entre ambas manos pudo contar una narrativa que los alejaba de los verbos, la retórica, los sinónimos y los adjetivos.
No necesitaban las palabras. La historia estaba ahí, sucediendo, como un huracán que llegaba con mucha furia y que no arrasaba, sino purificaba. En verdad, no necesitaban las palabras.