Despertaron un día, sin comida, sin dinero, lo poco que habían devengado en el último trabajo se terminó. El bebe llora, no hay leche, ni agua para darle, los otros niños en compañía de la mamá se reparten las tortillas que les quedan, unos granos de sal y un poco de café hervido es su desayuno.
La parcela de tierra es lo poco que tienen, una casa, sí se le puede llamar así, construida con madera, pedazos de cartón y ramas de bambú. Un cuadrado, no tan exacto, es la habitación en donde los cinco integrantes de la familia subsiste. En una esquina tres piedras, un comal y fuego. En la otra una mesa de madera con cuatro sillas viejas, más de una quebrada, de esas de plástico que han rescatado de algún basurero. Dos camas, una para los niños y otra para los padres. Esa es la vida de ellos y de miles de hogares guatemaltecos, empobrecidos por el sistema. A más pobreza hay una relación directamente proporcional a una disponibilidad de mano de obra barata.
No hay trabajo en las fincas y plantaciones, queda el sueño americano, ya viajó el primo, un hermano y varios vecinos. El coyote cobra diez mil dólares, dos intentos. El dinero se reparte en grupos delincuenciales en el país, México y Estados Unidos.
No hay dinero para comer, menos para pagar el viaje. La opción es un préstamo, hipotecar el terrenito para pagar el viaje. Obtiene el dinero, otro hermano guatemalteco en compañía de muchos más emprende la aventura. Abrazos y besos para sus hijos y la bendición de su esposa, se va con la promesa de una vida mejor, lleva consigo una bolsa, una chumpa y una maleta imaginaria de sueños e ilusiones. Sabe que el camino será duro, extenuante y lleno de peligros.
Nuestro migrante no se equivoca, en camiones llenos, casi uno sobre otro viajan al norte. Encerrados en cuartos con treinta y hasta cuarenta seres humanos y un baño, horas, días y hasta semanas de encierro. Llega la hora, hay que cruzar la frontera. Es un desierto, cálido en el día, frio por la noche. Caminatas interminables, momentos escondidos en las ramas, tirados en agujeros de tierra caliente. En la noche se ven las estrellas, única compañía de los migrantes. Llego la hora, hay que pasar el rio, días sin comer, bebiendo agua. Lo logran pasan el rio, la alegría no dura mucho, llegó la patrulla fronteriza, capturo a todos.
Confinados en jaulas, durmiendo en el suelo, allí se preguntan ¿por qué dejé a mi familia y arriesgue todo?, he perdido todo, hasta la parcelita que heredé. No tengo nada y acá encerrado, semanas, quizás meses, sin poder enviar dinero a mi familia, se dice.
Llegó la hora del regreso. Encadenados los suben en el avión. Las condiciones insalubres en las que permanecieron, los puso en riesgo de contagio. Además de todas las enfermedades ya existentes ahora esta el “Coronavirus”, las probabilidades de contagio fueron muy altas.
Al llegar a Guatemala, nadie espera por ellos. El personal de gobierno los recibe, entrega una pequeña bolsa plástica, algo de comida, un jugo y una galleta, algo de dinero para llegar a su lugar de origen. Control médico nada, sólo la toma de temperatura. Al salir del aeropuerto, un vacío escalofriante, no hay buses. La posibilidad de llegar a su casa es mínima.
Ahora a enfrentar el hambre, el racismo y la discriminación de sus hermanos guatemaltecos, como sí no hubiera sido suficiente la de los gringos. Perseguidos en su propia patria, sin derechos, sin dinero, sin ilusión y con el virus a cuestas.
La indiferencia del gobierno es impresionante, ninguna atención, mucho menos un cuidado, eso sí persecución. Confinados a la cuarentena, en un cuarto de madera, laminas, piso de tierra y sin alimento, dejados a su suerte. Así la historia de muchos migrantes en la crisis del COVID-19.
Profesor universitario, académico, profesional de las Ciencias Económicas.