Durante las últimas semanas he estado leyendo varias lecturas bíblicas que abordan el tema del juicio final, la hora en la que cada uno tenga que dar ese paso entre la vida humana y la muerte. La muerte es “un posible” ante el cual no se puede hacer nada, porque cuando llega, llega. La muerte es una realidad con la cual, tarde o temprano, nos vamos a topar todos.
Esta es la razón por la que hace poco meditaba sobre las personas cercanas que he perdido este año. A ellas les llegó la hora, y ya dieron ese paso. La mayoría de las misas que celebro todos los días, son por personas que ya nos han precedido, y ya duermen en el sueño de la paz. Al respecto Gevaert (2008) afirma: “la muerte de una persona amada constituye la irrupción más cruel en la conciencia de la vida. Es una experiencia que hace a todo el mundo consciente de lo que significa ser mortal, y de cuál es la verdadera naturaleza de la muerte”. “Lo que importa de verdad no es ni mi muerte, ni la tuya, sino la muerte de los demás”, (San Agustín, con motivo de la muerte de un amigo).
Semana tras semana veo rostros de personas que han perdido a sus familiares y amigos cercanos: se beben sus lágrimas ante el dolor inmenso que sienten por la pérdida de sus seres amados. Un rostro cabizbajo refleja el dolor por la ausencia que ha dejado la muerte física en su familia. La muerte es una realidad, y no solo una vivencia humana. Es una realidad que desconcierta al mejor teólogo y filósofo.
Ante la realidad de la muerte nuestra mirada se pierde en el horizonte, queriendo ver en algún punto del universo al ser amado que se ha ido. Ante esa mirada perdida en el infinito, nuestras lágrimas brotan y se deslizan como suave brisa en nuestros rostros. La impotencia es evidente. La voz se nos quiebra, lloramos y no logramos entender por qué la vida nos arrebató a quien tan amábamos.
No nos queda más que secarnos esas lágrimas. Cerramos los ojos, y con los ojos cerrados logramos vislumbrar el rostro de esa persona amada. Pronto caemos en la cuenta de que esa persona amada está alegre y feliz y disfruta de una paz abundante. En este momento comprendemos que ellos están con nosotros, pero no los vemos; pero sí podemos sentir sus abrazos y escuchar las frases que siempre nos decían. Esta es una manera de mantener viva su memoria.
Una vez que ya hemos hecho catarsis, abrimos nuestros ojos y nos damos cuenta que el tiempo no se detiene, y que hay mucho por hacer. Descubrimos que la mejor manera de mantener viva en nuestra vida a quien ya no está con nosotros es, dar vida a quienes en vida están muertos.
Como cristianos tenemos que tener claro que si “vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos para el Señor morimos” (Rm 14, 8-10). Este es el sentido de la muerte cristiana: que muere nuestro cuerpo, pero nuestra alma es inmortal y vive en la eternidad con Dios. Mientras ese día llega, ¿qué tenemos qué hacer?
Lo que tenemos que hacer es poner vida en donde hay muerte. Tenemos que disfrutar lo mejor que podamos esta vida que Dios nos ha dado. Nadie sabe cuándo le llegará la hora de su muerte. Por lo tanto, hay que prepararse para ese momento. Si tiene que perdonar a alguien, perdónelo hoy. Si quiere invitar a tomar un café a un amigo, invítelo hoy; si quiere hacer una llamada telefónica, escribir un mensaje, expresar el amor a alguien, hágalo hoy.
Disfrute su vida lo mejor que puede. Aprenda mucho, trabaje, no critique a nadie. Ame sin medida. No deje para mañana lo que quiera hacer hoy. Deje ir a quien se quiera ir de su vida. La vida humana se va en un abrir y cerrar de ojos. Así que, sea feliz.
Dios es el motor principal de mi vida, me gustan los retos. Soy amigo de la verdad y enemigo de la hipocresía.