El Plan de Iguala o “de las tres garantías” proponía: la emancipación de México, la instalación de un sistema monárquico constitucional (le ofrecía el trono a Fernando VII), y la religión católica como oficial. Poco tiempo después, el último virrey de México, Juan O’Donojú, reconoció la independencia mexicana y a Iturbide como emperador, quien hizo inmediato contacto con personajes de Guatemala (la familia Aycinena), y con Chiapas, planteándoles la anexión a México como una estrategia de Estado e intentando, por diversos medios que incluyeron la fuerza militar, evitar que las Provincias se constituyeran en Repúblicas, afán que en Guatemala lideraban Pedro Molina y Francisco Barrundia.
Por su parte, el corregimiento de Quetzaltenango decidió proclamar su unión al Imperio mexicano el 15 de noviembre de 1821, solo después de Chiapas; y en prevención de una posible respuesta armada por parte de Guatemala, México movió sus milicias al mando de Vicente Filísola para apoyar a Quetzaltenango.
Las anexiones “voluntarias” al Imperio Mexicano se dieron en el caso de Chiapas, por el total abandono en que le tenía la Capitanía de Guatemala, probablemente justificado por la distancia a que se encontraba. Y en el caso de Quetzaltenango, Honduras, Nicaragua y Costa Rica por el resentimiento existente en los líderes políticos y económicos, debido a que la Capitanía General monopolizaba, mediante el Consulado de Comercio, la totalidad de las importaciones y exportaciones, especialmente del añil, principal producto económico de esa época. Los dirigentes provincianos habían intentado canalizar su descontento mediante su participación en las Cortes españolas, sin embargo, no tuvieron éxito. Como ejemplo del sentimiento que existía contra la Capitanía General, un pasquín hondureño a mediados de 1821 declaraba: “…no os dejéis engañar amadas provincias y hermanos míos, de esos chapines amadores de sí mismos, arrogantes, presuntuosos, grotescos, desobedientes, avarientos, carnales, mentirosos, falsos, blasfemos, hipócritas”. La rebeldía de Quetzaltenango, de León y Comayagua, así como la de San Salvador que fue mucho más recia, suele achacarse a los proverbiales abusos de los comerciantes guatemaltecos que controlaban sus mercados y expoliaban su producción.
Esta historia nos recuerda una experiencia: la del abandono y desdén con que los líderes de algunos países tratan a sus provincias privilegiando sus capitales; tal el caso de Guatemala. Baste ver el presupuesto asignado al interior del país versus lo asignado a la Capital para evidenciar el desigual trato. En Quetzaltenango se ha comprobado reiteradamente el descuido con el que ha sido tratado por el Ejecutivo y el Legislativo, especialmente en cuanto a inversión se refiere, tanto la social como la de infraestructura física. Se ha comprobado también que los alcaldes que han planteado inversiones para sus comunidades lo han logrado solamente cuando se trasladan al partido “oficial”.
Conviene, pues, que como política de Estado se fortalezcan en Guatemala ciudades intermedias, no solo para frenar la emigración causada por falta de oportunidades en el interior, sino por la misma sobrevivencia de la Metrópoli capitalina. Esas ciudades, a las que hay que fortalecer con una estrategia sistémica son: Quetzaltenango en el occidente; Mazatenango en la costa sur; Chiquimula en el oriente y Alta Verapaz en el norte. Y en el Petén la ciudad de Flores que, dicho sea, fue nombrada así en homenaje al quetzalteco Cirilo Flores, vicemandatario de la Provincia de Guatemala, y diputado ante el Congreso del Imperio de Iturbide.